13 de noviembre de 2013

Moving on.

El hogar había cobrado altura, y se había vuelto a asociar con la idea de magnificencia de antaño. Se le había devuelto el alma, podría decirse. De tener alma, tanto el edificio como su propietario.

Estos se complementaban perfectamente.

Ambos, resurgidos de sus cenizas. Y como seres mitológicos que eran, serían devorados o serían los últimos en pie. Ambos habían sido relegados al borde del olvido en el caos de los acontecimientos recientes. Y, naturalmente, el hombre no había tenido algún problema con ello. El olvido constituía la sombra más profunda; una a la que él se había acostumbrado con una facilidad sorprendente. Siempre había preferido las sombras. Por eso se había dedicado a salvar a Umbremir antes que a cualquier otra. Umbremir sería un buen punto de partida para el mundo nuevo y valiente que se avecinaba.

Desde las sombras, había conseguidos maravillas deslumbrantes. Logros dignos de los más poderosos y los más astutos. Había manipulado y jugado el juego con una precisión milimétrica. Y lo había hecho, casi sin pedir nada a cambio. Pero, también, entendía la verdad más poderosa de esta realidad. Ningún jugador, en ningún momento, perdía las propiedades de peón con las que comenzó el juego. Incluso los jugadores más poderosos eran peones glorificados con toda pompa y beato. Saliendo a su balcón, recordó todos y cada uno de los momentos que le habían llevado hasta esa encrucijada inexorable. La muerte, el renacimiento, la preparación exhaustiva y la pasividad que imperaba mientras hacía sus movimientos.

Ya en el exterior, se tomó algunos momentos para contemplar el caos que le rodeaba. Los orcos y los demonios habían entrado a la Ciudadela; y, aunque habían encontrado resistencia acérrima en cada uno de sus rincones, avanzaban con paso firme. Casas incendiadas, ciudadanos ultrajados. Mujeres violadas, niños asesinados. Pedazos de personas colgados por ahí; matanza sin sentido perpetrada por los agentes del Lobo. Issirc, la mente maestra detrás del conflicto que le escupía a la raza del hombre en la cara. Gritos, llantos. Los acordes de la melodía de turno. Una melodía que había agraciado al hombre en otros momentos, ahora no hacía otra cosa más que causarle nauseas.

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