El Cazador sabía exactamente lo que la presencia del falso Sol implicaba. Y dicha significación, no había otra cosa más que calarle hondo en los huesos. Los rellenaba con hielo, impidiendo su movimiento. Aunque, Elladar también tenía otra cosa en consideración respecto del Lobo. La deidad nunca se ensuciaba las manos, nunca hacía el trabajo. Con todo su poder, a lo mejor que podía aspirar era a la posición de carroñero. Un devorador de las sobras de la existencia. Y como con todos los cuervos, su llegada anunciaba el final de la guerra, y el comienzo del banquete. “Ahora es mi turno. Justo como le sucedió a Colmena Fantasmal” pensó Elladar, mientras el recuerdo del cuello retorciéndose entre las fauces del falso Sol volvía a infiltrarse en su mente. Elladar tembló. Tembló bajo la reminiscencia de la memoria; pero no encontraría solaz alguno. Los temblores arrastraron a Maedhros; extrayéndolo del pasado distante al que pertenecía, y moviéndolo hasta la parte trasera de los ojos del Cazador. Recordó el desdén en los ojos del General, su rostro pétreo contemplando a una hormiga lo suficientemente valiente como para plantarle cara. Pero no para vencerlo. Nunca para vencerlo. La vida del Cazador, imágenes puntuales que ponían en evidencia lo decadente, y el despropósito general, que había sido su existencia. Maedhros, con esa mirada, se lamentaba en secreto. por la vida de Elladar. Por no poder entregar el regalo, la mera misericordia, que sabía que el elfo merecía.
Que el elfo secretamente deseaba.
Elladar aprendió la lección más importante que existe. Que el pasado tira más que una yunta de bueyes.
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