Un día como
cualquier otro.
En el que se
levanta se hace el desayuno (cuando se acuerda) se ducha con el desayuno a mano
(a menudo, quejándose por lo aguado del café) se cambia, agarra la mochila sale
a laburar, se olvida de pasear al perro (al cual seguramente culpará por el
olor a mierda en el departamento) sube al bondi, no cede el asiento (porque le
importa un carajo y encima lleva los auriculares pegados al oído) se baja del
bondi, camina hasta el trabajo, la gente de seguridad lo chicanea (tampoco los
escucha, porque sigue con los auriculares) firma la entrada y sigue de largo.
Pasos rápidos y
esquives diestros lo dejan a pasos de la oficina en la que trabaja, o en la que
al menos intenta trabajar, aunque definitivamente le pagan por esa pantomima.
Se sienta en el escritorio mientras prende la PC y se dispone a comenzar con
sus ocho horas de martirio.
Y todo esto, sin
prestar un ápice de atención a todas las voces en su cabeza, gritando en todos
los tonos, timbres y acentos posibles que terminara con su vida. En otros
idiomas, incluso.
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