Si Juan Carlos
se preciaba de algo, en su patética vida, era su capacidad para reconocer una
mentira prácticamente al instante. No era tanto un mecanismo de supervivencia
como era un ejercicio práctico. En última instancia, no era muy importante si
le estaban mintiendo, si la mentira no afectaba su vida en el futuro inmediato.
Pero, darse cuenta que le estaban mintiendo. Ese era otro juego distinto. Lo
único que podía tocarle el orgullo era esto. El resto, bueno… el resto bien
podía ser tapado con papel de diario. Se le puede sacar todo a un hombre; su
familia, sus posesiones materiales, su deseo de vivir. En última instancia,
todo lo que le queda es su orgullo. El último escondite, la última hoja de
parra.
Pobrecito, Juan Carlos.
Nadie la pasa bien. En ningún lado.
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